El día que Mariola despegó los pies del suelo y se puso a volar, se dió cuenta de que no era tan fácil moverse en la ingravidez como había imaginado tantas veces en sus sueños. El gozo de sentir lo que tantas veces anheló se mezcló con el nudo de su estómago al mirar hacia bajo y no encontrar red que pudiera amortiguar una posible caída.
Sabía que hasta no deshacer el nudo del temor no podría disfrutar de un vuelo planeado en paz, o de una caída en picado controlada, que no podría aprender a hacer piruetas con el viento como quería, y que permanecería volando aunque con las alitas a medio plegar.
Después de algunos vuelos en zig zag, torpes a veces, y siempre con la mirada puesta en el suelo, aprendió a deshacer el nudo escuchando los consejos del horizonte de media tarde, que asomaba la cabeza diciéndola:
-No mires abajo, voladora. Para guiar tu rumbo debes mirar hacia tu destino, no hacia tu punto de partida
Y sucedió que, pasado un tiempo, Mariola ya no tenía nudo en el estómago ni las alas plegadas, y pasó que su mirada siempre se dirigía hacia el horizonte de media tarde hacia el que comenzó a dirigir su rumbo.